¿Cómo recuperar en la memoria, al cabo de casi treinta años (parece mentira), el olor de los altos pastos reverdecidos del verano, de la tierra húmeda y el bochorno de cada mediodía ?
Una carta desde París, año 2000, me ha colocado frente al mito.
Resulta una feliz paradoja que el señor Ricardo Porro, quien sin saberlo, logró mi primer gran asombro en la vida cuando yo apenas tenía 18 años, con sus espacios inesperados e íntimos de la Escuela Nacional de Artes, ahora invoque mi obra, descubierta por él en su último viaje a La Habana y no sospeche que esta obra había sido labrada durante muchos años entre el frescor de la arcilla y de los pastos húmedos que rodean aquella obra que él creara para mí.
Yo, apenas un muchacho de provincia, había llegado a La Habana para estudiar pintura en una escuela mitológica, construida por alguien a quien yo no conocía, pero que pronto se convirtió en nuestro mito.
Mi primer ejercicio en las clases de Historia del Arte fue entonces una reflexión acerca de la inserción de aquella obra en el entorno.
Para mí, es evidente, todo era una misma cosa:
La organicidad de la estructura tectónica y los accidentes topográficos;
los elementos fálicos y vúlvicos de arcilla cocida
las raíces retorcidas de los diversos árboles de aquel jardín botánico;
el misterio y la nostalgia de los inusitados rincones de aquella arquitectura
y los infinitos campos de césped.
Todo eso me atrapó sin remedio para siempre, y aún hoy, cada vez que visito ese lugar, siento un placer enorme y un susto en el pecho, como aquel que se experimenta cuando uno se ha enamorado intensamente.
Arturo Montoto y la pintura del azar de la memoria .
Marcelo
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