LA OTRA ORILLA
Se nos fue Salmona, queda la luz de sus ojos
Tengo que saltar por encima del pudor para hablar de Rogelio Salmona. Son cosas del alma que no debería contar; son asuntos personales que quizás no interesan al lector, pero no encuentro otra manera de expresar mi admiración y mi afecto por el amigo que se ha ido.
Muchas veces, en las indescifrables montañas en las que me perdí por años, en la soledad de las noches, pensaba que el día en que volviera a vivir en la ciudad tendría que hacerlo en un lugar construido por Salmona.
Sentía el viento indomable que golpea sin cesar los árboles en el cielo abierto del campo y me acordaba de que, en los pasillos y laberintos forjados por Salmona, el viento deambula con una insospechada mansedumbre.
Evocaba esa mágica manera de contar con el viento, de recuperar el viento, de llevarlo al interior de los edificios mediante aberturas dejadas en los dinteles o en las ventanas engañosas. El artificio es bello: el aire choca contra el tejido de ladrillo y pierde el ímpetu y se cuela con timidez por los orificios.
En ocasiones, desde la hamaca o debajo del emparrado de una improvisada cama, podía contar las estrellas o mirar embelesado la Luna durante largas horas y entendía el asombro y la alegría de un amigo que vivió en un apartamento en el centro de Bogotá y alguna vez me contó que Salmona era capaz de llevar el brillo del cielo a la tranquila noche de una habitación acudiendo a medidos ventanales.
Cuando vine de nuevo a la ciudad, a la paz, a la vida civil, busqué con afán un lugar que tuviera la huella del arquitecto mítico y encontré un pequeño apartamento en Bogotá y tuve la suerte de conseguir un crédito para hacerme al sitio. He vivido en ese rincón desde 1995 y en este tiempo no solo he disfrutado del desafió que el sol les planta a los muros inermes en los atardeceres, sino que he visitado poco a poco muchos de los edificios diseñados por Salmona en Bogotá y en otros lugares del país.
Comprendí un poco el secreto. El hombre, en su trasegar, levantó casas y luego aldeas y después ciudades para tomar distancia de la naturaleza, para alejarse de la agresión de las otras especies, para protegerse del frío, para dejar de mirar por momentos el azul infinito, el verde inmenso y el diverso color de la tierra.
Salmona realizó un movimiento inverso. Se propuso romper esa distancia. Su arquitectura está hecha de terrazas, corredores, patios y ventanas, desde donde se puede ver y tocar el mundo. Ahí, al alcance de los ojos y de las manos, está el agua y están los árboles, está el sol y la noche desnuda.
En los últimos años hablé varias veces con Salmona. Me había hecho a la ilusión de que podía construir con él un lugar en La Candelaria y compré una casa derruida para cumplir el sueño. Como sabía de su enfermedad, me acerqué con aprensión a proponerle el proyecto y me acogió con una generosidad conmovedora. Con el diseño en la mano hemos esperado meses y meses a que la Alcaldía expida la norma que orientará las nuevas iniciativas de construcción en el centro histórico.
Entre tanto, aprovechamos algunos ratos para hablar de su vida y de sus obras. Supe por él que esa idea de buscar la identidad entre la arquitectura y el entorno tiene sus raíces en la Grecia antigua.Pero la mirada de Salmona ha iluminado de manera especial esa idea, para fortuna de Bogotá y de Colombia.
La luz de sus ojos ha quedado para siempre en cada muro que los artesanos del ladrillo han levantado bajo su conducción en la ciudad de sus afectos.Este jueves, en el sepelio, me encontré con María Elvira, su compañera, y en medio de la tristeza reafirmamos el compromiso de que llevaremos también a una callecita de La Candelaria la luz que nos legó el arquitecto mayor de nuestra tierra.*
De un artículo de León Valencia columnista de EL TIEMPO de Bogotá
editado por Marcelo
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